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La energía verde llenó de violencia mi territorio.

Por Bia'ni Madsa' Juárez López (Ayuuk and Binnizá) 

El istmo de Tehuantepec en Oaxaca, México es un territorio compartido entre los pueblos Binnizá, Ikoots, Angpøn y Ayuuk y concentra el 76.8% de la energía eólica del país. Hasta enero de 2020, se habían instalado 1,600 aerogeneradores en 32 parque eólicos y miles más en plan de construcción.

Mi generación fue testigo de cómo nuestra comunidad y región pasó de ser un lugar tranquilo a uno en el que todos los días hay noticias de violencia. Parece como si fuera ayer, en mi adolescencia, cuando era común que camináramos a casi todos lados en el pueblo, aunque no es pequeño, íbamos al centro y volvíamos caminando a medianoche. Hice muchas veces ese trayecto nocturno sola, saludando a los abuelos que se sentaban en sus butaques en la calle frente a sus casas, con las puertas abiertas detrás de ellos.

A nosotros también nos dijeron que los megaproyectos de desarrollo traen consigo crecimiento económico y por lo tanto prosperidad. Este fue uno de los principales argumentos para que el megaproyecto de producción de energía eólica fuera impulsado y aceptado en mi región, en donde las comunidades han vivido empobrecidas y añoran mejorar sus condiciones de vida. Y efectivamente, la derrama económica de los eólicos llegó, pero eso no significó prosperidad para la población local, todo lo contrario. Camionetas más grandes, casas nuevas, construcción de nuevos negocios como casas y cuartos, para rentar al nuevo flujo de población trabajadora, incremento de negocios de entretenimiento y alimentos y mejoramiento de la infraestructura para los parques eólicos, son algunos de los cambios que fueron visibles, sobre todo al inicio de la expansión de los parques eólicos. Sin embargo, el costo social es innegable. 

“Secuestraron al vecino del autolavado para pedirle diez mil pesos”, “secuestraron en su propia casa a la familia de la maestra de la esquina, los tuvieron amarrados hasta que les dieron todas sus pertenencias”, “unos muchachitos en bici acuchillaron a alguien por robarle sus cosas”, “lo mataron para robarle su celular” son conversaciones que se volvieron comunes entre las vecinas en el mercado o en las casas. Ante el incremento de la ola de violencia, familias enteras incluyendo la mía, se mudaron de ciudad, otros optaron luego de algún secuestro o extorción, dejar sus casas para ir a rentar en alguna colonia más tranquila en la misma ciudad.

La desestabilidad social se profundizó cuando comenzaron a comercializar las tierras. Surgieron pleitos y divisiones familiares por ver quién tenía el derecho de las tierras de la familia para rentarlas o venderlas a los eólicos. Se incrementaron los casos de despojo y falsificación de documentos entre hermanos y familiares por las tierras de los abuelos que hace tiempo estaban en el olvido total, tierras que en alguna época produjeron el maíz que sostuvo a las familias. ¿De qué sirve que tengan camionetas y la casa mejor pintada si las familias quedaron fragmentadas?

El costo de vida aumentó, Juchitán hoy es de los lugares más caros de la región. En una rápida visita podrán ver las calles en pésimas condiciones, la creciente escasez de agua es evidente y lo que es el colmo, un mal servicio de energía eléctrica. Los abuelos ya no pueden sentarse fuera de sus casas por seguridad. Pero es cierto, millones de pesos circulan por aquí, sabemos que existen, pero la población vemos su fantasma pasar frente a nosotros sin que se traduzca en beneficios para la comunidad.

Los líderes de los distintos partidos políticos que se aprovecharon del contexto para, por ejemplo, acaparar tierras antes de que se supiera de la expansión eólica, han sido de los grupos más beneficiados. La corrupción incrementó y las batallas internas para fortalecer su poder e intereses políticos usando el proyecto eólico fueron evidentes. Solo en 2017 el ayuntamiento de Juchitán recibió 65 millones de pesos por parte de empresas eólicas, los cuales desaparecieron sin ninguna claridad del uso y destino de estos recursos. Ni hablar de las muchas otras irregularidades y abusos en la implementación de los proyectos, como la firma forzada de contratos, falta de información clara y en la lengua adecuada sobre el proyecto.

Sumado a esto, recientemente el corredor interoceánico, proyecto de infraestructura comercial internacional, ha tenido ya una inversión de 50 mil millones de pesos (2.8 mil millones) de los 7 mil millones de dólares que se tiene presupuestado. Por si esto fuera poco, recientemente el presidente de la república visitó el istmo y prometió 4 parques eólicos más, con el mismo argumento de la necesidad económica en la región. Pero los proyectos de inversión no vienen solos, siempre traen consigo el combo del crimen organizado, otro de los grandes beneficiarios, dejando a la comunidad en medio del fuego cruzado de sus batallas por el territorio.  

La desestabilidad social, no es un accidente, es una estrategia para controlar el territorio y dar paso a muchos proyectos más. Con la cantidad de presupuesto asignado, otra ejecución y resultados habrían sido posible. En esta historia la energía verde se ha llevado nuestra paz a cambio de dinero, dejando una profunda crisis social en mi territorio. Ningún proyecto de desarrollo, aunque esté disfrazado de verde, vale la pena para perder la tranquilidad.

Los pueblos del istmo sabemos que no hay millones que logren pagar los daños, sobre todo sociales, que han resultado de sus proyectos negociados y definidos desde las curules internacionales en donde empresarios y Estados deciden el futuro de regiones como la nuestra. Por esto les cuento este otro lado del desarrollo, una perspectiva que pocas veces les compartirán, porque las empresas y políticos van a otros territorios prometiendo lo mismo y a veces quieren usar al istmo como ejemplo y aquí, nosotros tenemos otra historia qué contar.